Una historia sobre la isla de Formentera


Unos días atrás encontramos por casualidad este texto y pensamos que era muy bonito para poderlo compartir con vosotros, nos pusimos en contacto con su autora y amablemente nos los ha dejado publicar. Una historia sobre la isla de Formentera que nos ha llenado de nostalgia. Aquí va: Isla de Formentera una historia sobre el paso de los años.

«Han pasado décadas desde que llegué por vez primera al puerto de Formentera. De golpe me vi transportada de la vida moderna en la gran urbe al día a día ancestral de los campesinos, pescadores y jornaleros de la isla. Daba la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, a otro siglo, a un pasado largamente olvidado. Un tiempo en el que los payeses aún sembraban y cosechaban a mano, en el que casi no había teléfonos y los móviles ni siquiera habían sido inventados. No se disponía de Internet y solo se podían ver unos pocos coches traqueteando por los caminos polvorientos. Las cabras, ovejas y gallinas eran bastante más numerosas que la gente que habitaba la isla. Los animales comían los brotes jóvenes de árboles y plantas, asegurando así que el arbolado no aumentase excesivamente y Formentera conservase su belleza árida.

Buceando cerca de la costa, en el mar se podía ver una multitud de animales acuáticos. Desde el minúsculo plancton hasta morenas, tortugas y no raras veces incluso delfines. En las aguas retozaban muchos más peces que los que podían coger los pescadores. Casi podías atraparlos con la mano si eras suficientemente rápido. Las playas del sur se extendían deliciosamente tranquilas y vacías a lo largo de la costa mientras que, en los acantilados del norte se estrellaban las olas, salpicando la orilla como espuma de cerveza.

CALMA

Al contemplar esta calma, el alma se sosegaba y se ponía a volar sobre las dunas y el mar, elevándose hasta el cielo que se expandía como una cúpula inmensa encima de la isla. Se podía pasear descalzo por la playa, disfrutando en los pies del masaje de la arena fina y reluciente que cubría las duras rocas. Era un pequeño paraíso que aún no había sido descubierto, y estaba aquí mismo, en las puertas de Europa. Su singularidad y encanto radicaban en su forma de vida humilde y arcaica, ajena a lujos y frivolidades, no invadida aún por innumerables visitantes.

Había pocas carreteras asfaltadas y muchos caminos pedregosos llenos de baches. Te desplazabas en bicicleta, andando o en moto si tenías la suerte de tener una. Cuando visitabas a amigos recorriendo varios kilómetros a pie, no era raro quedarse con ellos para pasar la noche y emprender el camino de vuelta a la mañana siguiente. No había prisas, los días eran largos y la vida se centraba realmente en lo importante.

La primera oleada de inmigrantes vino después de la guerra, eran los beatniks, y a estos les seguían los hippies. Llegaron como las olas traídas por el viento a la orilla y algunos se quedaron atrapados en las redes de la isla. Una tribu de gente variopinta –artistas, artesanos y maestros en el arte de sobrevivir– enriquecía a la población autóctona. Los isleños los observaban con extrañeza, se reían de ellos o los insultaban, y alguno que otro les envidiaba por su supuesta libertad.

LA BARCA «JOVEN DOLORES»

Cuando la vieja barca de madera, bautizada con el nombre de una mujer, me dejó en el puerto por primera vez, el turismo de masas aún no había sido inventado. Las calles y carreteras estaban poco transitadas y en nada se conocían las caras de la poca gente con la que se cruzaba uno en los bares, restaurantes y tiendas. Me encontré en un paisaje isleño cuya belleza austera me robaba el aliento. Sobre todo en momentos como el atardecer, cuando bajo el hechizo de la luz dorada muros, personas y paisajes se encienden y resplandecen, mostrándose en toda su hermosura. O cuando al amanecer el aurora tiñe de rojo el cielo y el sol emerge lentamente del mar.

El cielo sobre Formentera es un espectáculo prodigioso incluso en los días más grises. Los vientos tempestuosos de la primavera y del otoño ahuyentan las nubes para, en un cambio constante, traerlas de vuelta raudo y veloz desde otra dirección. A veces, el viento se para o sopla solo tímidamente, otras, arremete con toda su fuerza, y otras recorre los bosques y campos como una suave brisa.

IMPACTO DEL TIEMPO

Mientras los isleños, curtidos por las tempestades y acostumbrados al vaivén inquieto de las mareas que pasan por la isla sin atenuación alguna, permanecen impasibles ante estas realidades cambiantes, la gente de fuera experimenta el impacto del tiempo de otra manera. Así, en la época de verano, se puede observar con deleite como en poco tiempo los cuerpos faltos de sol y estresados de la gente de ciudad empiezan a revivir, medrando como flores que se abren. En cuanto la suave brisa del mar haya acariciado durante algunos días el pelo y la piel, cuando el sol no solo haya bronceado el cuerpo sino levantado el ánimo con su luz, entonces la belleza interior empezará a brillar y los foráneos, llenos de euforia, incluso podrán desmandarse un poco.

Y mientras hoy se contempla la puesta de sol recostado lujosamente en las mullidas hamacas o cómodas sillas de un chiringuito, tumbado en la cama del hotel o tendido relajadamente sobre una tumbona en la terraza, en aquellos días de nuestra juventud nos sentábamos en sillas de madera muy bajas o en las rocas, con las espaldas encorvadas y las posaderas frías por la humedad del entorno. Bebíamos vino barato de botellas que rellenábamos nosotros mismos, mientras hoy nos permitimos alguna que otra copita de champán. En vez de higos, queso de oveja y aceitunas hoy se sirve caviar y frutos exóticos. Pero se encuentra algo para cada gusto y para cada bolsillo.

MELANCOLÍA

Sí, hay mucho en la isla que alegra el corazón y lo hace latir más aprisa. Sin embargo, aunque la luz especial no haya cambiado y sigan soplando los mismos vientos, la isla se ha transformado al igual que nosotros hemos cambiado con el paso de las estaciones.

A veces me permito sentir un poco de nostalgia. Pienso con melancolía en aquellos tiempos pasados y añoro la naturaleza indómita, las playas sin pasarelas de madera y las dunas. Casas y fincas sin vallas que las rodeen. Los tiempos en los que las paredes de piedra aún eran de piedra natural y mi vecino, el payés Antonio, aún era enérgico y ágil. Siempre me esperaba con una gran sonrisa delante de mi finca o sentado en mi terraza cuando llegaba a casa a mediodía. Ahí solía estar, cargado con frutas y verduras de su huerta maravillosa

Me traía chuletas de cordero asadas y una de las ensaladas típicas de la isla. Nunca pude convencerle de que no me visitase de improviso. Ni pude rechazar los platos con los que me obsequiaba, se alegraba como un niño cuando compartíamos una comida y nos veía disfrutar saboreando de sus guisos. Le encantaban mis pasteles caseros. Los acompañaba con una taza de café árabe que le resultaba rara por las especias que lo condimentaban. A mi hijo le solía regalar dinero para su cumpleaños, procurando no mirarme a la cara ya que por mi expresión podía ver a las claras que no aprobaba aquello en absoluto.

Siempre echaba una mano cuando en invierno había goteras en el tejado. Me enseñó a arreglar y construir muros, indicándome qué piedras eran duras y cuáles eran blandas. Me explicaba cómo disponerlas en fila y a rellenar los huecos para que el muro resistiese contra los embates del viento y del agua. Cuando veía volar un avión sobre nosotros en lo alto del cielo, lo que pasaba muy rara vez, saltaba como un niño que hubiera metido un gol y gritaba: ¡Un avión! . Su cara redonda brillaba de alegría infantil, sus ojos echaban chispas y permanecía boquiabierto de admiración, enseñando los pocos dientes que le quedaban.

Quería mucho a este hombre que siempre estaba alegre salvo cuando se le preguntaba por su familia. Cuando hablaba de ella, lo hacía en un dialecto, murmurando cabizbajo, y yo no entendía nada salvo alguna palabra suelta. No contaba mucho, pero su expresión pesarosa y su mirada triste decían más que cualquier palabra.

Le veía como a mi abuelo, que me quería a su manera particular. A veces me resultaba pesado, pero que nunca sobrepasaba los límites de la amabilidad. Aunque siempre intentase tomarme el pelo o plantarme un beso en la mejilla, eché de menos sus visitas inesperadas cuando estas se hicieron menos frecuentes. Finalmente cesaron por completo porque su salud ya no se lo permitía. Este hombre, que antes saltaba los muros briosamente, no quería recibir visitas cuando sus fuerzas empezaron a flaquear y se despedía lentamente de la vida.

Quería permanecer en nuestra memoria tal como era antaño. De pie delante de la puerta, con su gorra ligeramente inclinada, una sonrisa pícara en la cara, moreno y curtido por el trabajo en el campo. Siempre alegre y de buen humor, presto para soltar alguna broma cuyo sentido, más que entenderlo, solo podíamos adivinar. En mis recuerdos permanece vivo y me hace sonreír con añoranza cuando me viene a la mente. Entonces pienso: “Qué bien haberte conocido, Antonio”, y me alegro de que haya sido mi amigo.»

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Texto original en alemán: Alma von Bresewitz (e-mail: ) .Traducción: Digital Grafic Ibiza. Fotos Vogue.es y Pinterest

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